Procedimientos civil, comercial y penal. Debido proceso. Sistemas de apreciación de la prueba. Método evaluatorio. Prueba indiciaria. Documental. Informática. Confesional. Testimonial. Pericial. Reconocimiento judicial.
Tipo: Libro
Edición: 2da
Año: 2007
Páginas: 400
Publicación: 31/12/2006
ISBN: 950-508-325-4
Tapa: Tapa Rústica
Formato: 15,7 x 23 cm
Precio: $36.000
Precio por mes: $1800 (mínimo 3 meses)
Jurisprudencia Argentina, 3/3/99, nº 6131
I. La primera edición de esta obra data de 1990. Ahora se renueva actualizada y ampliada, y resulta bienvenida para el derecho procesal.
En “Bomarzo”, Mujica Láinez dice que “melancolía de la vida es que hay que elegir”. En el trance, y si tuviéramos (algo que francamente es innecesario y hasta indiscreto) que sopesar cuáles fueron los dos grandes textos que históricamente “presidieron” en nuestro medio (en cuanto al derecho privado) el tema de la prueba, fueron otrora el de Lessona (puntillosamente traducido por Aguilera de Paz) y hogaño el del colombiano Hernando Devis Echandía, erudito pero sin ser farragoso, discursivo y de notable sistemática. Y claro que rememorar esto no significa olvidar los inteligentes aportes de Sentís Melendo a la teoría de la prueba: “para novedades, los clásicos”, lo clásico nunca tendrá “el alma del sepulcro”.
II. Para muchos, legos en derecho pero hasta togados, aquilatar la prueba es lo menos jurídico de la ciencia del derecho.
Esa es una de las pocas explicaciones del juicio por jurados (arts. 24, 75 inc. 12 y 118, CN): “cualquiera” es perito en calibrar la prueba, para algunos -incluso- basta la intuición relampagueante. Y máxime si se trata del juicio oral.
Este empirismo optimista presume de cierto asidero en los países anglosajones. Pero no creo sea venturoso en la Argentina; la democracia tiene límites, no es omnipotente. En este caso, el límite es la técnica (debimos decir la ciencia) enderezada justamente a pesar la prueba en el proceso. La práctica a veces “parece fácil” (y de hecho lo es). Pero en ocasiones, tantísimas, la interpretación es ardua y hasta ímproba. En el trance, resulta preferible -claro- que lo haga un hombre recibido en leyes. Es que no debemos confundir el derecho como producto histórico del pueblo (el Volksgeist de Savigny) con la interpretación del derecho: es más acomodado dictar una norma que interpretarla.
Quisimos decir con esto: la “valoración” de la prueba es, mejor, cometido del hombre de leyes; y se pergeña con estricta ciencia procesal. Por eso, y por sus quilates, muy oportuna entonces esa reedición de la obra de Varela.
III. La prueba, mientras, es lo crucial del proceso.
En rigor, y harto lo sabe el lector, no se prueban hechos, se prueban las afirmaciones de las partes. En cuanto haya hechos controvertidos o de demostración necesaria. En rigor también, y pese a lo que asegura la teoría ecológica del derecho (cuyo mayor trauma consiste en aplicar su filosofía al plano práctico del mundo jurídico), se interpretan leyes y no conductas.
Si pensamos el proceso como un derivado de una ciencia de la indagación (como la historia), la prueba, decíamos, le es lo primordial.
El desideratum de esa prueba radica, y vaya empresa, en que la verdad material coincida con la formal, que la sentencia refleje “cómo” han sucedido las cosas. Es decir, con la prueba se “comprueba”, ya la Partida III (ley Y del título IV) definió que “prueba es averiguamiento que se hace en juicio en razón de alguna cosa que es dudosa”.
James Goldschmidt apuntó, con genio, que el proceso tiene un fin inmanente o empírico que es la obtención de una cosa juzgada; y un fin trascendente que es la realización de la ley. Mientras, el proceso fracasa cuando la verdad judicial (el proceso “real”) es distinta a la verdad histórica. Carnelutti repudiaba esta dicotomía, explica -en Prova civile- que la verdad no puede ser sino una, si hay discordancia, dictaminó a poco Pugliatti, la verdad procesal es “ilusoria ficción”.
Y sin embargo, la dualidad acecha. Si en la filosofía griega la verdad era la “realidad”, en el derecho debemos estar predispuestos a que haya “dos verdades”. Porque puede ocurrir, y desde luego que así acontece a diario, que no pudimos, no quisimos o no supimos acreditar algo. O que sí lo hicimos pero el juez interpretó mal nuestra prueba. O la del otro. El juez está sometido a la prueba (iudex iudicet debet secundum allegata et probata partitum). Pero puede fallarle su balanza, en la que pesa los argumentos de la parte y dicha prueba. Vale decir, a veces no basta con probar (“Probar o sucumbir” es el título de un reciente y pedagógico libro de Horacio H. López Miró): debemos probar y hallar al juez que acoja nuestra prueba suficiente.
Por eso el proceso asume un riesgo, es aleatorio, es dependiente de muchos factores, acaso del más gravitante que es el “factor humano”. Cuando la inconformidad entre ambos “verdades”, e infelizmente, la sentencia es la verdad como “mentira disfrazada”.
En la contingencia, el derrotado no es el derecho procesal sino la justicia sustancial. Pero esto no debe desanimarnos, Droit et avent era una de las divisas de los glosadores. La justicia que podemos merecer, acaso fraccionada y perfectible, debe ser siempre procurada con redoblada energía. Aunque los “fracasos” de que hablábamos nos dejen el saber amargo de la ecuanimidad maltratada. Por algo Martínez Estrada nos previno: todo optimismo es culpable.
IV. Para colmo, lo que no está en el proceso “no está en el mundo”. De suerte tal que aunque el juez “sepa” en su conciencia cómo son las cosas, debe atenerse a cómo están acreditadas en la causa. De allí en más regentean métodos para valorar la prueba. Desde la prueba “tarifada” (que cuenta con muchas -y hasta demasiadas- ventajas) hasta la sana crítica o la libre convicción; que en ocasiones llamamos “íntima” convicción, giro un tanto incomprensible pues en cuanto el juez patentiza su impresión en la sentencia lo íntimo dejó de serlo. Es que debe concertarse: la intimidad no trasciende. Cuando trasciende deja de ser intimidad, los “íntimos agradecimientos” que -por ejemplo- se vocean en solicitadas en los diarios, entonces, son harto curiosos.
V. Empero: cesemos de digresiones. Para insistir; en un tiempo en el cual “manejar” la prueba está en manos de quienquiera (vgr., también de la opinión pública o publicada), bienvenida una buena obra que retoma la valoración de la prueba.
El libro alista los siguientes capítulos: Introducción; El debido proceso y la valoración de la prueba; La prueba judicial y la conducta humana; Evaluación de la prueba; Valoración de los medios probatorios en particular (prueba indiciaria, documental, informática, confesional, testimonial, pericial y reconocimiento judicial); La prueba en el nuevo Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires.
Este libro de Varela -y concluimos- es muy recomendable (y valiente espaldarazo el nuestro). Luce capacidad de síntesis y elaborada dogmática relativa a los distintos medios de prueba. También plausible la presentación gráfica.
Julio Chiappini